Martha Irene Quintanilla Ancira

La Maestría en Educación y Convivencia además de transformar mi manera de ver la educación, tocó mi corazón como profesional y como persona. Al sumergirme en temas como la cultura de paz, la importancia de las emociones en el aprendizaje y el enfoque ignaciano de formar seres humanos íntegros, comprendí algo fundamental: la verdadera educación trasciende números y exámenes, y está cimentada en las conexiones humanas, la cultura de paz y el desarrollo integral.

Cuando diseñé mi proyecto de grado, Diálogos para la Acción (DIA),  sentí que estaba sembrando algo valioso. Tener la oportunidad de ver a mis estudiantes aprender a escucharse, resolver conflictos de manera pacífica y trabajar en equipo —incluso en medio de las heridas que dejó la pandemia—, me llenó de esperanza. ¡Cómo olvidar su reacción cuando, por primera vez, alguien dijo: "Entiendo cómo te sientes"!

Hoy, cada día en la escuela me confirma que este camino es el correcto. La juventud necesita conocimientos, pero también espacios donde se sienta segura y donde el respeto y la justicia sean, más que discursos, acciones que vivamos juntos. Este posgrado me dio valiosas herramientas, y también me recordó por qué elegí educar: para caminar junto a mis estudiantes, ayudándoles a crecer como personas comprometidas con un mundo más humano.

Y aunque los retos siguen ahí —el individualismo o las pantallas que nos distraen—, sé que con empatía y paciencia podemos construir algo hermoso. Al final, eso es lo que nos define como una universidad jesuita: formar mentes brillantes, pero sobre todo, corazones que transforman.